Escapada a los 70: Un amor que resistió el paso de los años
Un jueves cualquiera, Katy, la hija menor de Sara, llamó a todos sus hermanos para saber si mamá estaba en casa de alguno de ellos; la señora, siendo ya un poco mayor, nunca salía sin avisar.
Veinte kilómetros más allá, en una desolada casa, ardía la ira de otra abuela, cuyo marido se había escapado con aquella de la que nunca se divorció, su primera y única esposa.
Sara y Jorge se habían citado a escondidas, la gente rumoreaba que aquellos dos querían revivir un amor que se había roto hace más de tres décadas.
Pero no había nada qué revivir pues aquello nunca murió, se mantuvo en coma, en estado vegetal o congelado por los errores cometidos, pero muerto jamás.
Sara tenía diecisiete años cuando se casó con Jorge, eran muy prósperos y abundantes, incluso en hijos pues fueron seis los que nacieron y vivieron.
Aquel matrimonio vivió sus décadas envidiables, pero Jorge era muy parrandero y terminó yéndose con alguien más. Nunca se divorció, pero hasta allí le duró la parranda. A Sara, por su parte, alguno que otro intentó pretenderla pero no pasó de allí, pues con ninguno se decidió.
Mientras tanto Jorge se quedó del lado que eligió. Arrepentido era su segundo nombre, confesó un tarde a su tercera hija.
Con el paso de los años, aunque ya no la veía, no podía dejar de buscarla entre el humo que se desprendía de su pipa en aquellos atardeceres llaneros, meciéndose en su vieja silla de madera. ¿Cómo era posible que aún quedara algo en pie? Todo lo de antaño parecía forjado con materiales más recios, destinados a desafiar el tiempo, y el amor, al parecer, no era la excepción.
En ocasiones familiares, hijos y nietos no dejaban escapar la oportunidad para murmurar entre risas delante de alguno de ellos: "donde hubo fuego, cenizas quedan...", a lo que cualquiera de los dos consentía con una sonrisa inocente y pícara a la vez. Pero, en realidad, allí no habían cenizas, pues la brasa nunca dejó de arder.
Ella de setenta y cinco, y él de setenta y ocho, decidieron recomenzar, remendar todo aquello tan bonito y tan perfecto que un día fue. ¿Quién iba a pensarlo? Él ya tenía su vida, ella se sabía sola. ¿Por qué esperaron tantos años?
Tres décadas de distancia no bastaron para matar aquel sentimiento, ni los oponentes, ni las canas...
Lejos de su pueblo se fueron los dos, a terminar de vivir bonito el tiempo que les quedara, con dos perros, 9 gallinas y algunas reses, fueron mágicos los días de allí en adelante, había mucho por conversar, por reír y por perdonar, siempre en compañía de un café colado y el trinar de los pajaritos del campo.
"¿Quién te ha dicho que es tarde para ser feliz?" Susurró un Jorge mayor, con la voz un poco cansada, pero con el tono firme y la fuerza de voluntad del hombre llanero. Con la misma sonrisa entusiasmada de cuando tenía diecisiete, la abuela Sara tomó su mano, mientras confirmaba con los ojitos brillantes que no es tarde cuando la dicha llega.
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Imagen de Susanne Pälmer en Pixabay |
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