El chocolate no tiene la culpa

    Heme aquí de nuevo, pareciera que solo cuando estoy mal me acuerdo que tengo un blog personal, y vengo aquí a vaciar todo lo que me consume. ¡Cómo me gusta llorar! Si vieras cuánto me fastidiaba la gente llorona... Parece que solo estaba rechazando esa parte de mi. En fin, no es que me encante escribir desgracias, simplemente a veces necesito escribir, significa mucho para mi; el hecho de haber salido de la cama a escribir cuando solo tenía ganas de dormir 10 años seguidos es un gran paso, considerando las pocas ganas que tengo de seguir adelante ahora mismo.

    No me preguntes cómo ni cuándo, sencillamente me sumergí en un desorden, cambiando de empleo cada poco, incurriendo en deudas, intentando ser un adulto responsable, contándole mi vida a todo mundo sin saber si me desean el bien o les da igual.

    Tuve un trabajo fijo, el sueño de mucha gente... ¿Que el horario era un desorden? Sí. ¿Qué quizá estaban disponiendo de mi tiempo y eso no me dejaba margen para vivir? Sí. ¿Que ya no llegaba a fin de mes? Sí. Pero ahí estaban los 1.154 euros, puntuales la primera semana de cada mes, dispuestos para ser gastados en menos de una semana.

    Tomar decisiones erradas es lo mío. ¡Que no se me ocurra regresar a Venezuela! Me dicen algunos. A ver si escucho consejos y llego a vieja.

    Yo simplemente no quería ser como los demás, pero al fin y al cabo soy como los demás: queremos seguridad todos los meses, aunque se quejen de su trabajo, de sus jefes, compañeros, horario, o lo que sea, nunca lo dejan porque allí tienen seguridad (o creen tenerla, mientras no descubran que no existe nada seguro en la vida).

    A mí la seguridad no me enamoraba, prefería el riesgo, pero eso, como todo, tiene un precio. Así que me perdí por el camino, me secuestró la depresión y desde entonces me pierdo momentos con la persona más importante en mi vida, porque no puedo enfocarme en nada, sino en los recibos por pagar. Y ella, haciendo que no se da cuenta, continua jugando por allí, cerca, donde pueda vigilarme, debiendo ser al revés.

    ¿Pero qué hago yo aquí? Lo mismo que  haría en Venezuela: nada. Pero allá me tumbaría en la cama de mamá como cuando era pequeña, y me quedaría dormida enseguida, olvidando cosas y reponiendo fuerzas.

    Ya se me acabó el chocolate que comía mientras escribía, pero la serotonina no me devolvió la felicidad. Tal vez no era la cantidad suficiente; o tal vez el chocolate no tiene la culpa.



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