¿Quién mató al amor?
En un lejano y oscuro lugar, se llevaba a cabo un extraño velorio, bastante elegante, de esos donde nadie llora ni grita... Entre susurros, unos comentaban que fue de muerte natural, pero otros decían que fue un asesinato.
La rabia y la tristeza dejaron de ser disimuladas, el ambiente se encendió y en la sala se formó el alboroto entre quienes querían simplemente señalar algún culpable, cuando, de repente, se presentó un personaje bastante denso, con el rostro casi oculto entre sombrero y gafas oscuras, vestido negro y largo, y tacones afilados. Sin pronunciar, palabra alguna, solo bastó su presencia para que todos empezaran a confesar frente a ella.
- ¡Yo lo maté! Siempre dudé, nunca creí en sus palabras, le espiaba y le reclamaba cosas que solo ocurrían en mi mente. Exclamó la Sra. Desconfianza, echándose a llorar desconsoladamente.
- ¡No! En realidad, pues... quizá he sido yo. Aseveró Don Orgullo. - Cuando nos enojábamos siempre le ignoré, hasta fui capaz de irme a dormir sin dirigirle la palabra. Jamás fui capaz de pedirle una disculpa por nada de lo que hice.
- He sido yo, afirmó cabizbajo el Sr Irrespeto. - Alguna vez le ofendi con palabras vulgares, he gritado y humillado, incluso delante de los demás, puede que haya ocurrido más veces de las que creo. Nunca acepté sus puntos de vista cuando eran diferentes de los míos y encima le interrumpía constantemente...
- Yo lo maté. Realmente nunca estuve presente, incluso estando allí, tuve tiempo para el resto del mundo y él seguía allí, frente a mi, esperando una mirada mía. Lo siento tanto... Manifestó Doña Atención entre lágrimas.
- En realidad fui yo quien lo mató, sentenció la espigada Doña Arrogancia viuda de Prepotente, con una ceja alzada y un nivel de tristeza cero. - Siempre me creí superior a él y esperaba que estuviera disponible para todos mis mandatos, mientras a mí no me importaba en abosluto lo que él quería para su vida. Nunca quise escucharle, siempre era yo quien hablaba, hablaba y hablaba acerca de mí misma. No lo puedo evitar, pero él tuvo la culpa, siempre le dije...
- ¡Basta! - Replicó sollozando un hombre muy anciano, de barba blanca, larga y espesa, mientras alzaba su bastón; era Don Miedo. - Yo lo maté, lo reconozco, él quiso huir de todos ustedes pero yo le aconsejé que se quedara, que pensara qué sería de su vida sin todos ustedes, y por eso se quedó aguantando, por miedo a la incertidumbre, a seguir con su vida, a empezar de cero, por miedo a ser feliz.
A estos, se sumaron la señora Mentiras; la doña Indiferencia y el amargado señor Malhumor, entre otros. Habiendo oido a todos los presentes, la misteriosa y despiadada mujer, de pie en el centro de la sala, deja salir una estruendosa carcajada y seguidamente una sentencia para todos:
- No se peleen queridos, ¡la culpa es de todos! ¡Lo han matado entre todos! ¡No merecen vivir, deberían despedirse de este mundo voluntariamente, pero como no lo harán, yo me encargaré de destruirles poco a poco, durante cada día de sus vidas haré que aparezca el insomnio, la depresión y la enfermedad! -Manifestó aquella terrible señora, a la que supuestamente llamaban Doña Culpa.
Apenas termina su sentencia cuando se abre la puerta de aquella sala y entra una señora muy elegante, vestida de blanco, pulcra, con un rostro que insinuaba severidad y compasión a la vez. Nadie le había avisado de aquél funeral, ella surgió cuando todos se dieron cuenta y reconocieron su error. Era la famosa y respetada Doña Conciencia, todos habían oído hablar de ella, pero en realidad ninguno tuvo nunca el interés por conocerla.
La doña Conciencia, como si fuera una buena madre que perdona a su hijo, echó a todos y cada uno, una mirada de aceptación y comprensión, ante lo cual, repentinamente, se sintieron liberados de aquella tal Culpa, que no pudo hacer más que desaparecer, atónita y sin pronunciar ni una palabra.
No hacía falta palabras, ella represantaba la paz en medio del silencio y la trágica circunstancia. Se acercó al ataúd y de su rostro brotó una sonrisa, como si aún hubiera motivo para ello. Con sus manos cubiertas por guantes de seda blancos, hizo señas a los presentes para que se acercaran.
Todos miraban asombrados, desde dentro del ataúd emergía una luz blanca resplandeciente. El chico estaba despierto, con su cara alegre e inocente como antes, como siempre, era el Amor.
- Este dulce jovencito no puede morir jamás, quizá se transforme, tal vez cambie de lugar, todo a causa de nuestros actos, pero no ha de morir... Hoy lo hemos despertado entre todos, el Amor está vivo, pero debe marchar. - Fueron las palabras de Conciencia.
Con un dejo de tristeza y un gran alivio a la vez, los presentes marcharon en paz, dispuestos a coexistir con su lado opuesto.
Doña Conciencia tomó de la mano al joven Amor y caminaron juntos lejos de aquella desolada sala de funeraria, dispuestos a vivir, realmente vivir y no dejarse apagar nunca más.
Me encantó, es un llamado a reflexión
ResponderEliminarGracias!
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