El Polvo, El Suelo y Los Cristales. Parte 4/4: Como en el muelle de San Blas.

    Habían pasado quince días cuando regresé a casa de Blanca, confiando en que el incómodo incidente —aquel en el que me topé con lo más parecido a un frasquito de veneno que vi en la vida— ya se le hubiera borrado de la memoria.

    Como siempre, mi intención era tocar el timbre desde el portal, pero esa tarde, justo al llegar, un vecino salía del edificio, el primero que vi desde que frecuentaba ese lugar. Aproveché el momento para entrar y me fui en silencio por las escaleras.


    Al llegar a su puerta, la escuché hablar por teléfono. Mi dedo ya rozaba el timbre cuando sus palabras me detuvieron en seco: "Solo quiero saber cuándo vendrás a verme. Lo tengo todo listo para recibirte. Hasta mi marido se fue antes de lo que esperaba, así que ya nada se interpone entre nosotros".

    A pesar del calor que hacía, yo quedé helada tras oír aquello y, entre seguir oyendo y llegar puntual a mi segundo trabajo, decidí tocar el timbre. Blanca abrió la puerta casi al instante, cortó la llamada con un rápido "te dejo, ya hablamos" y me recibió con una sonrisa. "Hola vida", dijo, "hoy lo de siempre: el polvo, el suelo y los cristales".

    Mientras me hablaba, su entusiasmo parecía teñido de nervios. "Estaba charlando con George", soltó de pronto, con los ojos brillantes. "Dice que vendrá pronto". De buenas a primeras, hasta yo me lo creí, pero la curiosidad me apuraba por dentro. "¡¿Ah, sí? Vaya, por fin, me alegra mucho por ti!. ¿Y cuándo viene?", le pregunté, pero ni ella lo sabía, aún no había una fecha concreta.


    George era su amigo americano, un supuesto militar de Arizona, según él mismo le había contado. A mí seguía pareciéndome muy extraño todo lo relacionado con esa relación virtual, especialmente porque ella ni siquiera le había visto el rostro jamás, en plena era de las redes sociales donde, al menos, una foto falsa o retocada con filtros podría haberle enviado.

    Me vinieron a la mente esas noticias sobre mujeres estafadas por falsos "Brad Pitt" o "Enrique Iglesias" que circulaban en internet. Sin embargo, sabía que no debía entrometerme más en su vida, más allá de las advertencias que ya le había dejado caer alguna que otra vez. De todos modos, habría sido en vano: Blanca estaba tan ilusionada, tan absolutamente convencida de que su amigo cruzaría el océano para verla, que mis palabras le habrían entrado por un oído y salido por el otro.

    Para entonces ya había logrado descifrar mejor qué era lo que me resultaba tan peculiar en ella. Era como una niña atrapada en el cuerpo de una mujer sexagenaria: se maquillaba con el pulso que tendría una pequeña de cinco años, se peinaba con un estilo infantil y mantenía sobre su cama impecable una colección de muñecos y peluches. Cuando el misterio se desvanecía de su mirada, emergía la inocencia de una niña que parecía haberse quedado anclada, tal vez, en la década de su infancia.



    Pensar que podría ser parte de mi familia y que alguien pudiera aprovecharse de su ingenuidad, me causaba cierto pesar. Me apenaba aún más darme cuenta de que no tenía ni siquiera un perro o un gato a su lado, una presencia que, al menos, le alertara si alguien se acercaba con malas intenciones. Pero luego se me pasaba al recordar que, desde fuera, Blanca parecía estar en paz, cómoda y hasta satisfecha en su soledad. Así que, en cierta forma, me mantenía atenta a ella, pero siempre desde una distancia prudente, teniendo en cuenta que no era mi familia, que solo estaba allí para limpiar, y evitando cruzarme en asuntos que no son de mi incumbencia o que, en teoría, no deberían importarme.

    Todavía me manda a limpiar el polvo, el suelo y los cristales, y de vez en cuando otros espacios. Hubo un día, sin embargo, que me sorprendió pidiéndome que ordenara el cajón de las medicinas, cosa que no me esperaba. Y, ¿adivinas qué? El misterioso frasquito de veneno ya no estaba ahí. Desapareció, como si yo lo hubiera soñado.


    Ella, sin conocer a George todavía, ya hacía demasiadas preguntas a la vez sobre un posible viaje a EEUU... "¿Oye, cuánto me costará sacar mi pasaporte? ¿Qué papeles necesitaré para que me den un permiso de residencia en Estados Unidos? ¿Pero, tú crees que me quiten mi nacionalidad si yo me voy a vivir con George? ¿Y si voy solo por tres meses?" Yo, sin saber bien qué responder, le solté lo más sensato que se me ocurrió: "Blanca, mejor espera que él venga y se conozcan personalmente primero, luego puedes consultar todo eso con un abogado".

    Un par de años después, me mantuve a la expectativa de la llegada de aquel supuesto militar americano. Yo seguí limpiando su apartamento mes a mes y ella siguió esperando al enigmático George, con tanta paciencia y esperanza que me recordaba esa vieja canción, la de la mujer del muelle de San Blas.


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